Presidentes menos favorecidos
Cuando se gestó el Acuerdo de Cartagena, muy por encima de los loables ideales de integración, estuvo la conciencia, la certeza –o quizás el simple sentido común- de admitir que las naciones que pretendían unirse eran distintas, disímiles por innumerables razones. En un principio, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador y Perú, decidieron congregarse en torno a este esfuerzo de integración. Más tarde, Chile se retiraría pero Venezuela se uniría al bloque para conformar lo que se conociera por muchos años como el Pacto Andino.
El grupo identificó a Bolivia y Ecuador como los países de menos desarrollo relativo y, por lo tanto, era necesario que tuviesen un tratamiento especial en el proceso de integración. En este sentido, en el Artículo 3 del Acuerdo se lee que “con el fin de disminuir gradualmente las diferencias de desarrollo actualmente existentes en la Subregión, Bolivia y el Ecuador gozarán de un régimen especial que les permita alcanzar un ritmo más acelerado de desarrollo económico, mediante su participación efectiva e inmediata en los beneficios de la industrialización del área y de la liberación del comercio (…)”.
Las obvias asimetrías, no sólo en su extensión geográfica, sino en el tamaño y fortaleza de sus economías, su conformación demográfica, entre otros factores, impulsaron este trato especial a estas dos naciones socias; sin embargo, el calificativo –informal, pero común en el entorno- resultaba, aunque odioso, un reflejo de su condición de progreso: “naciones menos favorecidas”.
Irónicamente, dada esa “favorecida” calificación, ambos países disfrutarían de ciertas ventajas, o las condiciones a aplicar dentro del marco del acuerdo de integración no tendrían la misma “dureza” que para las otras tres que -por oposición- si tenían el favor de Dios o de algo que hoy cabría preguntarse qué fue. Hoy, la ironía vuelve a cubrir a estas dos naciones andinas pero, esta vez, coincidencialmente en sus respectivos gobiernos.
En Bolivia, Evo Morales ya tiene más de un año en el poder y su labor se parece muchísimo a la que viene haciendo Chávez en Venezuela en ocho años de gobierno; es decir, hablar mucho como si la campaña electoral siguiera y no hacer gran cosa, o siquiera gobernar, que es lo que sus electores –suponemos- aspiran. Las grandes “obras de gobierno” del Evo se han enfocado y casi limitado al tema político, desde su cacareada Constituyente para “refundar el país”, hasta la polémica “nacionalización de los hidrocarburos”, empañada de malos manejos administrativos tanto por la ineficiencia de sus funcionarios como por aparentes oscuros manejos.
Al igual que “su” comandante Chávez, Morales acusa a la oposición, a la oligarquía y hasta a los Estados Unidos de su inoperancia e ineptitud. Con crasa desfachatez, le cuesta asumir su ignorancia en temas de gobierno (lo cual no es delito si se rodeara de gente capaz) y engaña a su pueblo con un discurso populachero, seudo nacionalista y de falsas esperanzas para ese pueblo indígena que creyó en él. Quedan apenas cuatro meses para que una nueva Constitución deba ser parida por la Asamblea elegida para esa labor, pero la clara interferencia del gobernante, la inocultable intención de hacer una “Carta Magna” a su medida y la existencia de una importante representación opositora que ha frenado sus abusos, han impedido ver luz en el camino.
En Ecuador, Rafael Correa, el séptimo presidente en los últimos diez años va por un camino similar. Tras una antagónica campaña electoral con el magnate Álvaro Novoa, en la que hizo vanos intentos por desvincularse de la influencia de Chávez, el novel mandatario tiene como estandarte la convocatoria a una Constituyente, también para –supuestamente- ponerle fin a todos los males causados por el neoliberalismo. Pareciera que redactar una Constitución, la ley de leyes, es el mejor, el mesiánico, el único camino que una nación debe seguir para salir del foso en el que se encuentre, no importando si las causas reales son tomadas en cuenta o no.
Casi tres meses después de asumir su mandato, Correa ha dado ha conocer las ideas de su “plan económico”, cuyas acciones contemplan una mayor intervención del Estado en la economía, el fomento y protección de la producción, la “priorización” de la inversión social sobre el pago de deuda externa y el compromiso de mantener el dólar como moneda local; es decir, lineamientos tan ambiciosos como contradictorios en una nación que todavía sigue luchando para alcanzar un desarrollo sostenible que permita el bienestar de sus habitantes sin tener que irse del país.
No obstante, aunque los ecuatorianos avalan la gestión de Correa -también empapados con la esperanza de que haga algo-, la mayoría de ellos describen su gobierno como “democrático pero con características autoritarias", según una encuesta divulgada. Coincidencialmente, en los días que se da a conocer dicho sondeo, en Bolivia el segundo al mando del partido (MAS) de Morales, Gerardo García, lanzó alegremente una perla: "Lo queremos como Presidente durante cincuenta años y quizá muchos más". Aunque pareciera una broma, pesada quizás, revela las verdaderas intenciones de los nuevos “socialistas” suramericanos.
Detrás de los cantos de sirena de estos gobernantes se encuentra el deseo de perpetuarse en el poder. Quizás fueron claros en exponer las carencias de sus países, pero no en sus verdaderas intenciones. Juegan con los anhelos de la población, la cautivan con cuentos de justicia social, pero en el poder aplican acciones politiqueras con un trasfondo de ambición personal que termina por desunir a la sociedad, dividiéndola, fragmentándola.
En este siglo XXI, que sólo ha servido para adjetivizar un seudo socialismo, las “naciones menos favorecidas” o “países menos adelantados” han sido designados por la ONU y suman 49; entre ellos, no están Bolivia ni Ecuador. Dudo mucho que vayan a caer en ese grupo, pues tienen las condiciones para progresar, a menos que padezcan de un mal político muy de moda en este siglo: que sufran de “presidentes menos favorecidos”.
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